Comer sin poder parar para evadirse
Laura lleva 14 años sin comer dulce de membrillo e Isabel 19 sin probar el queso, dos alimentos a los que no pueden dar ni un bocado porque les conduce a la compulsión, a comer sin parar, a un ciclo destructivo que les hace daño y con el que durante mucho tiempo se han evadido de la realidad. Tiene 67 años, un marido y cinco hijos y ha bajado unos veinte kilos de peso desde que asiste a las reuniones de la Asociación Nacional de Comedores Compulsivos Anónimos (OA) en España: Laura, el nombre con el que ha querido preservar su anonimato, pesaba 109 cuando comenzó a acudir a estas charlas de personas que tienen una relación anormal con la comida.
Ha sufrido dos recaídas, pero lleva catorce años sin tomar esos alimentos que, como el dulce de membrillo o las aceitunas, son ‘su droga’ y eso lo ha hecho con mucho trabajo, siguiendo un programa de recuperación, de doce pasos, que está basado en el mismo de alcohólicos anónimos. También lo está siguiendo Isabel, de 42 años, soltera, una mujer menuda de poco más de 50 kilos, que ha pasado la mayor parte de su vida probando dietas, obsesionada con la comida, el peso y con adelgazar, pero sobre todo “sufriendo mucho”. “La comida -comenta en la charla con Efe- es el síntoma de un montón de cosas que hay debajo y de las que te das cuenta cuando trabajas el programa de la asociación. Nosotros, al igual que los drogadictos y los alcohólicos, comemos para no sufrir, no sentir, para evadirnos de la realidad, lo que pasa es que la comida está bien vista. *Quien no se pone hasta arriba de vez en cuando?”.
Los pasos de la recuperación
Con este sufrimiento llegaron ambas a OA (Overeaters anonymous), una asociación sin ánimo de lucro que surgió hace 50 años en Estados Unidos de la mano de una mujer llamada Roxana, cuya vida también se veía alterada por esta relación anormal con la comida. En España lleva unos 22 años, según explica Laura, quien acude dos veces por semana a una parroquia de Moratalaz que facilita sus instalaciones para que estos enfermos puedan reunirse y compartir experiencias. En Madrid, por ejemplo, hay nueve grupos, a los que asisten entre 70 y 130 personas, el número es variable porque hay personas “que van y vienen”, según explican desde la asociación, que calculan que en toda España pueden acudir a los más de cuarenta grupos, repartidos por distintas provincias, cerca de mil personas.
Todos ellos, los que van convencidos, tienen como libro de cabecera los doce pasos y las doce tradiciones de comedores compulsivos anónimos. Y el primero de ellos supone admitir la impotencia ante la comida, una sustancia que crea en estas personas una verdadera adicción. Si no se reconoce esto, no es posible comenzar a recuperarse, de ahí la importancia de estas reuniones en las que unos se ayudan a otros -se ‘amadrinan’ para darse fuerza- y en las que se pueden escuchar testimonios como éstos.
Los episodios compulsivos
“Lo que sentía es que comía y comía y seguía comiendo. Terminaba de comer y seguía comiendo. Me sentaba a la mesa la primera y me iba la última y cuando quitaba la mesa iba comiendo lo que se dejaban los demás. Empalmaba desayuno y comida. Un día me asusté cuando me comí un paquete entero de pan de molde, con mermelada, mantequilla y con salado. Mezclaba todo y luego vomitaba“, relata Laura. Así llegó esta mujer a la asociación, con transtornos de comida tras pasar una depresión “muy fuerte”. “Mis hijos nacían preciosos, pero luego tenían enfermedades. Mi hija se me murió con 13 años, ahí me hundí totalmente. Mi relación con mi marido no era buena. Mi madre vivía con nosotros y era una lucha porque era la que organizaba mi casa y yo cada vez me encogía más“.
Con estas circunstancias, Laura no quería más que evadirse: “Yo veía televisión y comía. Esa era mi vida. Me levantaba, mis hijos iban al colegio, mi marido al trabajo y yo me metía en la cocina y comía, comía y comía. Delante de mi madre me tomaba un café y cuatro galletas, pero luego entraba en la cocina y no preguntes“. Tuvo varios sustos, porque fueron muchos los comportamientos compulsivos: “Un día estaba haciendo acelgas y, según las sacaba del agua hirviendo, me las comía. Me achicharraba la boca. Otro día me asusté porque me tomé un kilo de patatas quemadas con tomate y mahonesa. Pero hoy -dice tocando madera- no soy capaz de eso“.
Ni de eso, ni de mentir un día sí y otro también, como lo hacía cuando estaba en pleno apogeo de la enfermedad, para que los suyos no se enterasen de estos episodios, que suponían para ella “un autoengaño constante” porque su mente “no se daba cuenta”. “Son muchas anécdotas”, dice esta mujer sin ninguna nostalgia y con una serenidad que ha conseguido con la abstinencia que se plantea día a día. Todo esto le ha cambiado de vida, de actitud: “Ya no estoy peleona, agresiva. Soy otra madre, otra mujer, mi marido me trae todos los miércoles y viernes a las reuniones y muchas veces -cuenta sonriendo- me dice ‘es que no lo perdonas!, ¿eh?’, y yo le digo es que para mi la reunión es como la pastilla que me tengo que tomar para el dolor“.
Volver a nacer
Las dos creen que han vuelto a nacer, que han generado una nueva salud. Ahora, en sus vidas, les siguen pasando cosas -argumenta Isabel, que ahora se ha quedado en paro-, pero el programa les facilita unas herramientas con las que pueden vivir “cosas muy duras sin morirse por dentro, aceptándolas sin ir directamente a comer”. “Puedes parar el transtorno -apostilla Laura-, pero cuidado porque la comida, tal y como dicen los pasos, es astuta, poderosa y desconcertante y entonces en cualquier momento se te puede ir la olla y decir allá voy“. Las familias las apoyan, pero no las entienden “¿cómo pueden entender que terminas de comer y te puedes volver a comer lo mismo tres veces?“, comentan.
Pero ambas dicen tener mucha suerte en este sentido, máxime Isabel, que lo siente a pesar de nacer en una familia desestructurada. “Para cubrir el vacío emocional, comía. Me escapaba vomitando. Yo hacía auténticas burradas: cuando me levantaba por la noche me comía todo lo que había en la nevera y, para que no me vieran en el baño vomitar, lo hacía en la cocina en una bolsa. Le hacía un nudo y lo metía debajo de la cama para tirarlo por la mañana. Y yo no lo veía un problema“, confiesa Isabel. Su madre si lo debió de ver después de pillarla un día vomitando. Le dio el teléfono de la asociación y ahí comenzó su recuperación, aunque ella en un primer momento empezó a ir porque pensaba que allí “podía perder cinco kilos”. Y pesaba 54 con 1,56 de altura. “Se puede parar, no se cura, pero se puede detener hoy por hoy – concluye-. Yo vivo hoy con unos momentos de felicidad y una forma de disfrutar las cosas de la vida que no lo hubiera conseguido sin haber venido aquí“.
Fuente: Efe