Si tuviera que elegir, sería mujer de té. En casa, eso es, porque tomar té en un bar es a menudo una carrera de obstáculos (teteras que pierden, cantidades ínfimas, bolsitas de calidad pésima). Y en invierno, porque un té calentito, por mucho que digan en el maghreb, no es lo que me apetece con 40º a la sombra.

Estando así las cosas, a menudo bebo café. No lo necesito para despertarme, y puedo vivir sin él; pero me gusta, y aprecio su versatilidad: un espresso sólo con su crema, un tazón de café con leche para mojar las galletas, un café con hielo en verano. Soy además de boca buena, y me gusta hecho en casi todas sus formas: espresso, moka, goteo, de puchero, incluso (será cosa de las memorias afectivas, del año vivido en Irlanda) liofilizado. Lo único que no me gusta es con leche hervida – que es, por mi desgracia, lo que suelo encontrar en los bares sevillanos.

Pero este post no va de quejas (por una vez). Va de mi café de verano preferido. Poco café y mucha leche. El café, helado de verdad: en las cubiteras de silicona de formas graciosas puedes darle incluso ese toque cuqui que tan bien queda (esto de la ironía por escrito se me da fatal). La leche, fresca y fría – fresca o sea pasteurizada no uperizada, fría de frigorífico. Azúcar, nada: el café se irá derritiendo poco a poco, haciendo cada vez más contraste su amargor con el dulzor de la leche.

Hablando de leche: ¿hay en Sevilla algún dispensador de leche fresca (pasteurizada o no)? Utilicé una maquinaria de esas la semana pasada en Santiago y estoy enamorada.

Esta entrada es original del blog “Con dos enes” de Anna Mayer.