En una no demasiado conocida novela de Julio Verne, ‘El secreto de J. T. Maston’, el personaje que le da título, amenazado por el sheriff de turno con que de no revelar cierta información será ahorcado “como dos y dos son cuatro”, responde, aliviado, que de ser así la cosa no es tan segura como si le hubiera dicho que sería ejecutado “como uno y uno son dos”.

No estoy seguro de en qué se basa Maston, gran matemático en esta novela y en ‘De la Tierra a la Luna’ y secretario del Gun Club, para afirmar que no siempre es cuatro la suma de dos y dos, aunque intuyo que tiene algo que ver con el sistema en que se base la numeración. De lo que, en cambio, estoy segurísimo es de que, en gastronomía, la suma de dos exquisiteces no tiene siempre como resultado una exquisitez mayor; es muy frecuente que esa operación, en lugar de una suma, acabe siendo una resta.

Pensaba esto mientras, la mañana del día de Reyes, cumplía con la tradición de desayunar un delicioso roscón de Reyes. Un roscón de Reyes de lo más clásico, es decir, relleno de roscón. Buenísimo.

Y, desde luego, sencillísimo y elaborado con los ingredientes clásicos, incluyendo esa agua de azahar que se percibe en todo roscón que se precie de tal.

Sabía que los roscones rellenos tienen bastante público, pero cuando me refiero a roscones rellenos sigo moviéndome en los dominios de la pastelería y hablo de roscones rellenos de nata o de crema pastelera. Admito que se trata de una mezcla que tiene su lógica, aunque prefiera los roscones en cuyo interior lo único que hay es la típica sorpresa.

Un roscón relleno de nata o de crema sirve, entre otras cosas, para que los más pequeños (y los muy mayores) de la casa se pongan perdidos… y para que haya que consumir el roscón de una tacada, porque ambos rellenos son de lo más alterables y perecederos.

Mi sorpresa, este año, fue saber que se elaboran y, al parecer, hasta se venden, roscones rellenos de las cosas más insospechadas, desde foie-gras hasta morcilla. No soy capaz de imaginar el resultado, me jure quien me lo jure que están buenos. Y no me veo, pero para nada, mojando un trozo de roscón relleno de morcilla en una taza de chocolate.

Entiendo que esto que a mí me parece una barbaridad es la consecuencia lógica de la proliferación de mezclas de sabores salados y dulces que tan bien representan cosas como las clásicas medias noches, que no son más que un mini bocadillo en el que las veces de pan las hace un bollo de leche, y que cuando solo se hacía de jamón dulce tenían un pase, o los actuales croissants rellenos de cualquier cosa, desde jamón ibérico a salmón ahumado, ventresca de bonito o roast-beef.

No diré que no los veo, porque verlos, lo que se dice verlos, los veo todos los días; sí que son una cosa que no me tienta en absoluto. Sé que la combinación dulce-salado tiene siglos de tradición en la cocina; pero todo requiere un cierto sentido común, una cierta noción de lo que es compatible y lo que no lo es tanto. Hoy decir esto es predicar en el desierto e ir contracorriente, porque en la cocina que se nos propone el valor que más se aprecia es la novedad, la originalidad, mucho más que la armonía de sabores.

Me queda la esperanza de que las aguas acaben volviendo a un cauce lógico, dado que estas cosas, al ser modas, son cíclicas también en cocina, vienen y se van para regresar más adelante.

Y en lo relativo a los roscones me parece más interesante elaborar versiones sin gluten que rellenarlos de un paté; eso sí, estos ‘innovadores’ han tenido su minuto de gloria en las teles, que, imagino, era de lo que se trataba.

Siempre recuerdo, a este respecto, la anécdota que relata Julio Camba, un hombre que a sus muchos saberes unía el de comer muy bien. Cuenta que en una ocasión, en Londres, una camarera le puso delante un bistec con mermelada. El periodista gallego se extrañó, y proclamó en alta voz su extrañeza. La camarera, sin inmutarse, le preguntó: “¿No le gusta a usted el bistec?”. Camba reconoció que sí, que un buen bistec le gustaba mucho. Animada, la chica siguió: “¿Y no le gusta a usted la mermelada?”. Camba hubo de admitir que sí, que la mermelada le gustaba. Y la chica se le quedó mirando, triunfante, con expresión de “pues ahí tiene usted”. El problema es que al arosano le gustaban, sí, pero por separado.

A mí me encanta el buen foie-gras, y me gusta mucho disfrutar de un buen roscón en estas fechas, pero reservo un lugar diferente para cada uno de ellos. El hígado de oca o pato tiene el suyo, y el roscón el que le es propio.

Un roscón que, como tantas cosas ricas, tiene su origen en Francia y que, por el mismo lógico motivo por el que cuando compro pan acudo a una panadería, adquiero en alguna acreditada pastelería: cada cosa, en su sitio. Y no solo a la hora de comprarlas, sino también a la hora de cocinar o de comer. Ciertamente, hay que admitir que todos los gustos son respetables; pero déjenme que parafrasee a Orwell y exprese mi muy sincera convicción de que algunos gustos son más respetables que otros.

Fuente: Caius Apicius / Efe