Ostras, pulpo, lenguado, perdiz… y Álvaro Cunqueiro
El próximo solsticio de invierno, el día 22 de diciembre, se cumplirá el centenario del nacimiento de don Álvaro Cunqueiro, de cuyo óbito se cumplieron 30 años en febrero. Para todo buen aficionado a la gastronomía, a la literatura y a la mezcla de ambas cosas, don Álvaro no puede ser otro que Cunqueiro.
Cunqueiro tiene páginas maravillosas en las que imagina fabulosos menús de archimandritas de los tiempos de los emperadores bizantinos de la dinastía Paleólogo, páginas que se leen con placer y que son fruto tanto de la imaginación como de la erudición.
Otras veces, describe menús vividos, con platos de la gran cocina de sus tiempos, inevitablemente francesa, que se leen con cierta envidia. Y está el Cunqueiro que nos cuenta cuchipandas netamente galaicas, de su tierra, que se leen con gula.
Mi desaparecido colega y amigo Luis Bettónica me comentaba siempre que en una ocasión estaba en Vigo con Cunqueiro, por La Piedra. Don Álvaro le propuso “vamos a hacer una comida inteligente”. Y así, tras embaularse la clásica docena de trece ostras en un bar de esa calle, se fueron al vecino Mosquito a comerse un hermoso lenguado cada uno.
Por otra parte, en fechas como las actuales, Cunqueiro gustaba de acudir a Lugo, a las fiestas de San Froilán, para regalarse el menú típico de esos días en la vieja ciudad romana: pulpo á feira y perdiz. Otra comida inteligente. Y es que una cosa es la literatura y otra la vida cotidiana.
En Vigo se tomaban, y se toman, ostras de las que había en Arcade, al fondo de la ría. Ostras planas, de las llamadas científicamente Ostrea edulis, sencillamente “ostra comestible”.
Hoy se han impuesto las ostras que llamamos cóncavas, las que antes llamábamos “portuguesas” pero que ahora, con apellidos ilustres, son las que están de moda. No tengo nada contra ellas; pero quien ha crecido saboreando ostras gallegas, planas, ha conocido un sabor de una finura de la que carecen las “rechonchas”, quizá más potentes.
Una docenita de ostras, con su puntito de limón -potencia el efecto yodado, pero puede prescindirse de él sin problemas- y un buen albariño cerca, son un principio magnífico. Entre nosotros no hace falta el pan de centeno, ni la mantequilla, al estilo francés, para disfrutar de estas: bastan ellas mismas.
Y son un placer asequible, sobre todo desde que han empezado a instalarse ostrerías en los mercados, iniciativa que comenzó el madrileño de San Miguel. Después, lenguados. De aguas gallegas. Ejemplares que superan bastante el medio kilo. En El Mosquito los ofrecen fritos o a la plancha; hoy la tendencia va por la segunda opción, pero en esa veterana casa viguesa hay que tomarlos fritos: resultan sublimes, aunque uno haya de renunciar a la piel crujiente que tendría si lo hubiéramos hecho a la plancha. En las copas seguiríamos con el mismo albariño.
En Lugo pasaríamos al tinto, un mencía de la Ribeira Sacra quizás; hay ya etiquetas de muchísima categoría. Honraremos así al clásico pulpo de las ferias, que va de la cazuela de cobre al plato de madera, caliente, cortado en rodajas, bañado con aceite y espolvoreado con sal gorda y pimentón más o menos picante, según gustos.
El pulpo debe “triscar” en la boca: nada hay más triste que un pulpo reblandecido. Y nos hará falta un buen pan del país “para empujar”.
Finalmente, una perdiz. Perdiz roja, que es la reina. Estofada, llamada también a la cazadora o en salsa de perdiz. Es uno de los sabores más rotundos del bosque, del otoño y es la pieza de caza por antonomasia para el español, que siempre ha terminado sus cuentos con aquel estribillo de “fueron felices y comieron perdices”, frase en la que uno invertiría el orden de los factores, ya que las propias perdices son fuentes de muy sabrosas felicidades.
Dos menús perfectamente realizables en estos meses otoñales, cuando la naturaleza se viste de oro y ofrece lo mejor de su despensa. Cuatro platos bien distintos, pero prácticamente perfectos en sí mismos y en las combinaciones imaginadas y practicadas por Cunqueiro.
Más adelante, cuando el invierno sea una cruda realidad y se acerquen esos carnavales que se lo llevaron hace ya treinta años, será momento de homenajear a Cunqueiro con otro de sus platos favoritos, no menos “inteligente” que los anteriores: una buena empanada de lamprea. Ya ven cómo, en efecto, circular por los caminos galaicos de la gastronomía de Cunqueiro es una cosa que abre tremendamente el apetito. Y, contado como él lo cuenta, el lector casi lo vive por sí mismo.
Y, al fin y al cabo, ¿no es ése el objetivo de la literatura?
Caius Apicius./ EFE