Sin complejos: un cava
Como seguramente muchos de ustedes saben, hace ya unos cuantos años que los espumosos españoles no pueden hacer alusión alguna a sus primos franceses: varias sentencias aclararon que solo puede llamarse “champagne” el vino elaborado en la región del mismo nombre, y que incluso cualquier mención del méthode champenoise es ilegal.
O sea: legalmente, cava y champaña son dos cosas distintas. La gente, hoy, lo tiene claro; pero costó. No hace todavía tantos años, cuando le invitaban a uno a “una copa de champán” lo más probable es que le sirvieran una copa de algún buen y acreditado cava catalán. El peso de lo francés, sin duda, ese mismo peso que hacía que llamásemos “foie-gras” a lo que no eran más que patés de hígado y grasa de cerdo.
Bien, el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) sigue bajo el dominio del prestigio de los vecinos del norte. Como primera acepción de “cava” nos da esta: “cueva donde se elabora cierto vino espumoso, al estilo del que se fabrica en Champaña, región del norte de Francia”.
Y, en séptimo -séptimo- lugar, tras definiciones tan actuales como “excavación en torno a una fortaleza”, aclara que también es un “vino espumoso blanco o rosado elaborado al estilo del que se fabrica en Champaña”. Como se enteren los franceses le meten un pleito a la RAE.
Que, cómo no, también se atreve con el champán, en esa grafía, solo que su definición preferente es “embarcación grande, de fondo plano, que se emplea en China, Japón y algunas partes de América del Sur para navegar por los ríos”. Estupendo. En Hong-Kong no hay sampanes, que es como hemos visto escrito el nombre de este barco en las novelas de Salgari o de Verne, porque “champán” es, más bien, un “vino espumoso blanco o rosado, originario de Francia”. Menos mal que esa es la segunda acepción de la palabra para el DRAE, un DRAE que en esto, como en casi todo lo que afecta a la gastronomía y al vino, está retrasado muchos años y apenas sirve de referencia. Dejando aparte el toque subliminal que nos da el DRAE cuando explica que el cava se elabora, lo que genera una imagen de actividad artesana, en tanto que el champaña -usemos esta forma- se fabrica, lo que lleva la mente a un complejo industrial, el hecho es que el cava ha triunfado. Y es una cosa de la que hay que alegrarse.
Ha triunfado en la manera de hablar, que es donde se triunfa, cuando un nombre se usa casi como genérico. Me explico. Hoy, la situación descrita más arriba sobre el champaña y el cava se ha invertido. Cuántas veces abre uno una botellita de champaña para agasajar a un amigo y este, que a lo mejor está pensando en otra cosa, pero a lo mejor no, comenta “oye, qué bueno está este cava”.
Hace años, espumoso y champán eran sinónimos; hoy ya lo van siendo cava y vino espumoso. Me alegro. Hay que presumir de las cosas buenas que tenemos, y el cava es una de ellas. Para mí, es el vino sin estaciones, aunque lo asocie más con el verano, y sin horas, aunque lo frecuente más a la del aperitivo vespertino. Me gusta bien seco, es decir, con la mención “brut” -mientras nos dejen ponerla los franceses, claro-, y bien frío.
Entendámonos: no fresco, no: frío. En copa, pero no en copa de cava. Ni la de antes, la famosa “Marie Antoinette” plana y baja, ni la de ahora, la copa “flauta” en la que el vino está tan estrecho que las burbujas suben en fila india. El vino, y el cava es vino, en copa de vino. Con un largo mástil para no calentar el cáliz con la mano, pero copa de vino, no diseños especiales y nada prácticos. Blanco, con la mezcla tradicional de parellada, macabeu y xarello, o con la incorporación de la chardonnay; rosado, sobre todo si la tinta empleada es la pinot noir.
Vino de fiesta, que no tiene por qué esperar a que el calendario nos diga que es fiesta, porque al abrir una botella de cava se desata automáticamente la fiesta. Vino para desayunar, para media mañana, para el aperitivo, para comer -pocas cosas hay que no puedan acompañarse con el cava adecuado-, para media tarde, para toda la noche. Vino para amar y ser amados.
Sí, mucho han cambiado las cosas desde que las botellas de cava presumían de “méthode champenoise”. Tenemos a nuestra disposición cavas magníficos. Eso sí: no caigan en la trampa de establecer comparaciones. Además de ser casi siempre odiosas, un champaña y un cava son parecidos, sí, pero son dos cosas distintas, y ambas tienen perfectamente sitio en nuestra bodega y en nuestra nevera. No me sean ustedes más chovinistas que los franceses, que hay champañas que son auténticas obras de arte.
Fuente: Caius Apicius./ EFE